domingo, 8 de abril de 2018

2125: Bajo el cielo de Madrid


Por el rabillo del ojo,  Claudia pudo captar un tímido rayo de sol que se filtraba entre las nubes que cubrían la cúpula climatológica de Madrid  2. Se revolvió en la cama un par de veces más hasta que decidió espantar el fantasma de la pereza. Una corriente suave de aire, apenas una brisa,  mecía los cultivos hidropónicos de la terraza, y pequeñas chispas de agua caían sobre la ciudad en forma de llovizna.
Tercer fin de semana seguido con lluvia. Lo que se espera en un mes de abril, pero los climatólogos podrían haber recreado un día de sol, para variar. El pensamiento cruzó rápido la mente de Claudia, que divagó hacia uno de esos días de temperaturas suaves primaverales. Deseaba con todas sus fuerzas bajar a la superficie, caminar por las avenidas entre el gentío aletargado del fin de semana y llegarse hasta El Retiro.
Tras el Gran Terremoto que arrasó Madrid en 2096, el Ayuntamiento decidió reconstruir el Retiro casi como estaba antes de la catástrofe. A Claudia le gustaba recorrer los vericuetos del parque, entre los frondosos árboles. Aunque, como casi todo recuerdo del antiguo Madrid, fueran en su mayoría espejismos brindados por la tecnología.
Algunos de los árboles más antiguos habían sobrevivido a duras penas a las tormentas y a las terribles condiciones climatológicas que precedieron al Gran Terremoto, fruto del cambio climático que se había apoderado del planeta en las últimas décadas. De entre ellos, sólo los más fuertes y afortunados resistieron el seísmo que arrasó prácticamente toda la ciudad. De modo que aquellas ramas que se entretejían de manera caprichosa sobre las cabezas, sólo eran en parte auténticas: eran el resultado de la fusión de árboles traídos de otras latitudes, viejos supervivientes testigos del desastre y magníficas reproducciones holográficas, tan cuidadosamente elaboradas que hubiera costado distinguirlas de sus originales.
Parecido ocurría con los monumentos. Los menos dañados habían sido reconstruidos; los peor parados habían sido registrados documentalmente y después  sustituidos por proyecciones. Se especuló en un primer momento con la posibilidad de dejar las ruinas como testigos del sufrimiento y el daño acontecido a la ciudad. Pero finalmente, la otra opción salió victoriosa, como si no ver las ruinas pudiera ayudar a los madrileños a olvidar.
Sin embargo, la mayoría de edificios públicos e históricos, incluidos el majestuoso Museo del Prado, el Palacio Real  o la Moncloa, habían conseguido salvarse del desastre gracias a la previsión de las autoridades: años antes del desastre, el CSIC, en vista de los frecuentes seísmos de inferior nivel que se replicaban por el territorio nacional, había patentado un sistema antigravitacional capaz de mantener suspenso en el aire cualquier edificio, por grande que fuese. Invirtieron tiempo y esfuerzo en levantar los edificios de sus ubicaciones y dejarlos flotando, como si de globos de helio anclados al suelo se tratase. Bajo la sombra de los edificios, chocante en un principio e involuntariamente amenazante, pronto el espacio inferior se aprovechó para crear zonas verdes, espacios de recreo, aparcamientos… Los habitantes de la ciudad y los visitantes foráneos pronto se acostumbraron a ello.  Debajo del Prado, un mercadillo de artesanía y puestos ambulantes de comida bullía de turistas y madrileños todos los días.
Claudia recordó en ese momento que en el Distrito Centro, bajo el antiguo palacio Bauer y algunas de las edificaciones de alrededor, solían reunirse los Vintage Skaters a pasar las tardes de lluvia. El Ayuntamiento había creado allí un área provista de todos los elementos necesarios para practicar aquel deporte que se resistía a incorporar turbos, aerodeslizadores y cualquier otra tecnología a sus tablas de madera. Altos árboles la rodeaban dando un poco de intimidad a los jóvenes que se reunían allí, por lo que constituía una vía de escape ideal para aquellos que como Claudia, no renegaban de la VR pero tampoco querían que se convirtiera en su única fuente de esparcimiento y socialización.
Cogió su tabla y se dirigió hacia la gran área central del edificio, donde se encontraban los tubos ascensores que bajaban a la superficie. Una vez abajo, se incorporó  al carril de vehículos unipersonales sin motor y recorrió rauda dos manzanas. Se giró para admirar el edificio en que vivía, que gravitaba a unos 200 metros sobre el suelo. Era la estructura típica construida poco tiempo después del Gran terremoto, una vez que el Estado decidió liberalizar la patente del sistema antigravitacional. Los apartamentos en forma de prisma octogonal  le daban el aspecto de una gran colmena, con el exterior salpicado del verde y los colores brillantes de los cultivos de las terrazas. Desde allí no lo podía ver, pero sabía que en lo alto había también un amplio huerto que suministraba al edificio con verduras, hortalizas y legumbres a lo largo de todo el año.
Desde que la agricultura más allá de la cúpula de Madrid 2 se había convertido en una profesión de alto riesgo, habían proliferado los cultivos de este tipo. La cúpula, que mantenía unas temperaturas moderadas, hacía las veces de un invernadero bajo el que las especies que habitaban la Villa, incluida la humana, nunca sufrían demasiado.
Claudia se salió del carril y se deslizó en su tabla hacia el  skatepark. Pronto reconoció entre los chicos del parque un par de rostros familiares que la saludaron desde lejos con cordialidad. Rostros comunes, más o menos imperfectos, pero reales, alejados de los engañosos avatares de la VR.  
Vincent la llamó desde el otro extremo del área. Apenas le había dado tiempo a girarse cuando ya estaba a su lado, dejando el monopatín de un brinco y agarrándola por la cintura a la par que le apartaba el largo pelo para plantarle un largo y cálido beso en la boca. Las mariposas aleteaban con fuerza debajo de su ombligo y la alzaron más allá de la cúpula, hasta el verdadero cielo de Madrid que resplandecía bajo un sol radiante y lleno de vida.  Dios, eso no lo cambiaría nunca. Ni por todas las plataformas de juego del mundo.

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