Por el rabillo del ojo, Claudia pudo captar un tímido rayo de sol que
se filtraba entre las nubes que cubrían la cúpula climatológica de Madrid 2. Se revolvió en la cama un par de veces más
hasta que decidió espantar el fantasma de la pereza. Una corriente suave de
aire, apenas una brisa, mecía los
cultivos hidropónicos de la terraza, y pequeñas chispas de agua caían sobre la
ciudad en forma de llovizna.
Tercer fin de semana seguido con
lluvia. Lo que se espera en un mes de abril, pero los climatólogos podrían
haber recreado un día de sol, para variar. El pensamiento cruzó rápido la mente
de Claudia, que divagó hacia uno de esos días de temperaturas suaves
primaverales. Deseaba con todas sus fuerzas bajar a la superficie, caminar por
las avenidas entre el gentío aletargado del fin de semana y llegarse hasta El
Retiro.
Tras el Gran Terremoto que arrasó
Madrid en 2096, el Ayuntamiento decidió reconstruir el Retiro casi como estaba antes
de la catástrofe. A Claudia le gustaba recorrer los vericuetos del parque,
entre los frondosos árboles. Aunque, como casi todo recuerdo del antiguo
Madrid, fueran en su mayoría espejismos brindados por la tecnología.
Algunos de los árboles más antiguos
habían sobrevivido a duras penas a las tormentas y a las terribles condiciones
climatológicas que precedieron al Gran Terremoto, fruto del cambio climático
que se había apoderado del planeta en las últimas décadas. De entre ellos, sólo
los más fuertes y afortunados resistieron el seísmo que arrasó prácticamente
toda la ciudad. De modo que aquellas ramas que se entretejían de manera caprichosa
sobre las cabezas, sólo eran en parte auténticas: eran el resultado de la
fusión de árboles traídos de otras latitudes, viejos supervivientes testigos del
desastre y magníficas reproducciones holográficas, tan cuidadosamente
elaboradas que hubiera costado distinguirlas de sus originales.
Parecido ocurría con los
monumentos. Los menos dañados habían sido reconstruidos; los peor parados
habían sido registrados documentalmente y después sustituidos por proyecciones. Se especuló en
un primer momento con la posibilidad de dejar las ruinas como testigos del
sufrimiento y el daño acontecido a la ciudad. Pero finalmente, la otra opción
salió victoriosa, como si no ver las ruinas pudiera ayudar a los madrileños a
olvidar.
Sin embargo, la mayoría de edificios
públicos e históricos, incluidos el majestuoso Museo del Prado, el Palacio Real
o la Moncloa, habían conseguido salvarse
del desastre gracias a la previsión de las autoridades: años antes del desastre,
el CSIC, en vista de los frecuentes seísmos de inferior nivel que se replicaban
por el territorio nacional, había patentado un sistema antigravitacional capaz
de mantener suspenso en el aire cualquier edificio, por grande que fuese.
Invirtieron tiempo y esfuerzo en levantar los edificios de sus ubicaciones y
dejarlos flotando, como si de globos de helio anclados al suelo se tratase. Bajo
la sombra de los edificios, chocante en un principio e involuntariamente
amenazante, pronto el espacio inferior se aprovechó para crear zonas verdes,
espacios de recreo, aparcamientos… Los habitantes de la ciudad y los visitantes
foráneos pronto se acostumbraron a ello. Debajo del Prado, un mercadillo de artesanía y
puestos ambulantes de comida bullía de turistas y madrileños todos los días.
Claudia recordó en ese momento
que en el Distrito Centro, bajo el antiguo palacio Bauer y algunas de las
edificaciones de alrededor, solían reunirse los Vintage Skaters a pasar las
tardes de lluvia. El Ayuntamiento había creado allí un área provista de todos
los elementos necesarios para practicar aquel deporte que se resistía a
incorporar turbos, aerodeslizadores y cualquier otra tecnología a sus tablas de
madera. Altos árboles la rodeaban dando un poco de intimidad a los jóvenes que
se reunían allí, por lo que constituía una vía de escape ideal para aquellos
que como Claudia, no renegaban de la VR pero tampoco querían que se convirtiera
en su única fuente de esparcimiento y socialización.
Cogió su tabla y se dirigió hacia
la gran área central del edificio, donde se encontraban los tubos ascensores
que bajaban a la superficie. Una vez abajo, se incorporó al carril de vehículos unipersonales sin motor
y recorrió rauda dos manzanas. Se giró para admirar el edificio en que vivía, que
gravitaba a unos 200 metros sobre el suelo. Era la estructura típica construida
poco tiempo después del Gran terremoto, una vez que el Estado decidió
liberalizar la patente del sistema antigravitacional. Los apartamentos en forma
de prisma octogonal le daban el aspecto
de una gran colmena, con el exterior salpicado del verde y los colores
brillantes de los cultivos de las terrazas. Desde allí no lo podía ver, pero sabía
que en lo alto había también un amplio huerto que suministraba al edificio con
verduras, hortalizas y legumbres a lo largo de todo el año.
Desde que la agricultura más allá
de la cúpula de Madrid 2 se había convertido en una profesión de alto riesgo,
habían proliferado los cultivos de este tipo. La cúpula, que mantenía unas
temperaturas moderadas, hacía las veces de un invernadero bajo el que las
especies que habitaban la Villa, incluida la humana, nunca sufrían demasiado.
Claudia se salió del carril y se deslizó
en su tabla hacia el skatepark. Pronto
reconoció entre los chicos del parque un par de rostros familiares que la
saludaron desde lejos con cordialidad. Rostros comunes, más o menos imperfectos,
pero reales, alejados de los engañosos avatares de la VR.
Vincent la llamó desde el otro
extremo del área. Apenas le había dado tiempo a girarse cuando ya estaba a su
lado, dejando el monopatín de un brinco y agarrándola por la cintura a la par
que le apartaba el largo pelo para plantarle un largo y cálido beso en la boca.
Las mariposas aleteaban con fuerza debajo de su ombligo y la alzaron más allá
de la cúpula, hasta el verdadero cielo de Madrid que resplandecía bajo un sol
radiante y lleno de vida. Dios, eso no
lo cambiaría nunca. Ni por todas las plataformas de juego del mundo.
